Hablar con tanta facilidad de “terrorismo
anti-minero” al referirse a agricultores que se oponen a un proyecto minero por
defender su actividad económica, o comparar a Marco Arana con Abimael Guzmán,
es más que una simple muestra de ignorancia.
Diariamente las redes sociales y medios de
comunicación nos hacen acordar la enorme y gravísima crueldad de que somos
capaces los humanos. Vemos violencia ejercida de formas inimaginables alrededor
del planeta. Como el Estado Islámico en el Medio Oriente que lanza homosexuales
de edificios, utiliza mujeres Yazidi como esclavas sexuales, decapita
cristianos y kurdos, e impone la hambruna a palestinos y sirios en ciudades
arrinconados.
Llamamos terrorismo a aquella estrategia de imponer
un dominio a través de la violencia extrema, la muerte y las amenazas
generalizadas a territorios, pueblos o países. Conocimos también el terrorismo
del propio Estado. Miles de militantes de izquierda y sus familias fueron
asesinados, violados, torturados y secuestrados por pensar diferente durante
décadas pasadas en distintos países de América Latina.
Nombrar al mal es un ejercicio delicado. Encontrar
las palabras para describir lo innombrable es difícil y crucial a la vez.
Necesario para condenar con toda la fuerza a lo que nunca más debería suceder,
pero sigue sucediendo día tras día “justificado” por visiones religiosas,
políticas o por intereses económicos. Tenemos que cuidar estas palabras para
que no pierdan su impacto y claridad, para que no se conviertan en simples
instrumentos políticos de intereses particulares.
Por ello, hablar con tanta facilidad de “terrorismo
anti-minero” al referirse a agricultores que se oponen a un proyecto minero por
defender su actividad económica, o comparar a Marco Arana con Abimael Guzmán,
es más que una simple muestra de ignorancia. Evidentemente no tiene ningún
sostén empírico o conceptual riguroso -¿o hay algo parecido al Estado Islamico
impuesto a los mineros?-, pero las palabras nunca son inocentes. La etiqueta del
terrorista representa al mal. Con quienes no tiene sentido dialogar, discutir o
polemizar. A quien hay que combatir a la fuerza, y eventualmente a quien hay
que eliminar.
Si bien el representante de Southern, ni Martin
Belaunde están planteando la necesidad de eliminar a los manifestantes o a
Marco Arana, sus declaraciones ligeras, desinformadas y malintencionadas
contribuyen a un clima de polarización y de agresividad que afecta a la
seguridad de defensores de derechos humanos y ambientalistas. Además, estas
posiciones -como también de quienes hablan de un “fundamentalismo anti-minero”-
buscan impedir un debate nacional necesario, con la vieja estrategia de
deslegitimar y silenciar a voces críticas al estatus quo asociándolas a un
supuesto terrorismo. Ello es aún más grave en un país que sufrió tanto por las
estrategias reales de terror empleados en el marco del conflicto armado
interno.
Las protestas en distintos partes del país -por
cierto con agendas diversas- en torno de la actividad minera evidencian que el
actual modelo extractivista ha tocado fondo, y está perjudicando a todos los
actores involucrados (desde las poblaciones afectadas por la minería hasta las
empresas). La ausencia de políticas serías de ordenamiento territorial, de
diversificación económica, de consulta previa, libre e informada, y de
regulación ambiental permitan la vulneración sistemática de los derechos de
poblaciones en contextos mineros que está en la base de los conflictos. Pero
además, dificulta a las empresas mineras encontrar los sitios y condiciones
adecuados para realizar sus proyectos, y al gobierno de potenciar a las
alternativas a la minería en las zonas donde las poblaciones optan por ellas, y
de garantizar los derechos de la población local donde sí se realizan
actividades extractivas.
Raphael Hoetmer
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