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lunes, 27 de abril de 2015

Terrorismo y minería

Hablar con tanta facilidad de “terrorismo anti-minero” al referirse a agricultores que se oponen a un proyecto minero por defender su actividad económica, o comparar a Marco Arana con Abimael Guzmán, es más que una simple muestra de ignorancia.
   
Diariamente las redes sociales y medios de comunicación nos hacen acordar la enorme y gravísima crueldad de que somos capaces los humanos. Vemos violencia ejercida de formas inimaginables alrededor del planeta. Como el Estado Islámico en el Medio Oriente que lanza homosexuales de edificios, utiliza mujeres Yazidi como esclavas sexuales, decapita cristianos y kurdos, e impone la hambruna a palestinos y sirios en ciudades arrinconados. 

Llamamos terrorismo a aquella estrategia de imponer un dominio a través de la violencia extrema, la muerte y las amenazas generalizadas a territorios, pueblos o países. Conocimos también el terrorismo del propio Estado. Miles de militantes de izquierda y sus familias fueron asesinados, violados, torturados y secuestrados por pensar diferente durante décadas pasadas en distintos países de América Latina.

Nombrar al mal es un ejercicio delicado. Encontrar las palabras para describir lo innombrable es difícil y crucial a la vez. Necesario para condenar con toda la fuerza a lo que nunca más debería suceder, pero sigue sucediendo día tras día “justificado” por visiones religiosas, políticas o por intereses económicos. Tenemos que cuidar estas palabras para que no pierdan su impacto y claridad, para que no se conviertan en simples instrumentos políticos de intereses particulares.

Por ello, hablar con tanta facilidad de “terrorismo anti-minero” al referirse a agricultores que se oponen a un proyecto minero por defender su actividad económica, o comparar a Marco Arana con Abimael Guzmán, es más que una simple muestra de ignorancia. Evidentemente no tiene ningún sostén empírico o conceptual riguroso -¿o hay algo parecido al Estado Islamico impuesto a los mineros?-, pero las palabras nunca son inocentes. La etiqueta del terrorista representa al mal. Con quienes no tiene sentido dialogar, discutir o polemizar. A quien hay que combatir a la fuerza, y eventualmente a quien hay que eliminar.

Si bien el representante de Southern, ni Martin Belaunde están planteando la necesidad de eliminar a los manifestantes o a Marco Arana, sus declaraciones ligeras, desinformadas y malintencionadas contribuyen a un clima de polarización y de agresividad que afecta a la seguridad de defensores de derechos humanos y ambientalistas. Además, estas posiciones -como también de quienes hablan de un “fundamentalismo anti-minero”- buscan impedir un debate nacional necesario, con la vieja estrategia de deslegitimar y silenciar a voces críticas al estatus quo asociándolas a un supuesto terrorismo. Ello es aún más grave en un país que sufrió tanto por las estrategias reales de terror empleados en el marco del conflicto armado interno.

Las protestas en distintos partes del país -por cierto con agendas diversas- en torno de la actividad minera evidencian que el actual modelo extractivista ha tocado fondo, y está perjudicando a todos los actores involucrados (desde las poblaciones afectadas por la minería hasta las empresas). La ausencia de políticas serías de ordenamiento territorial, de diversificación económica, de consulta previa, libre e informada, y de regulación ambiental permitan la vulneración sistemática de los derechos de poblaciones en contextos mineros que está en la base de los conflictos. Pero además, dificulta a las empresas mineras encontrar los sitios y condiciones adecuados para realizar sus proyectos, y al gobierno de potenciar a las alternativas a la minería en las zonas donde las poblaciones optan por ellas, y de garantizar los derechos de la población local donde sí se realizan actividades extractivas.


Raphael Hoetmer

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